En nuestra sociedad actual, ocupada, ajetreada y apurada abunda la indiferencia en torno a las personas que más deberíamos amparar como lo son las mujeres gestantes, los niños, los ancianos y los discapacitados.
Prueba de ello es la constante lucha interna, externa, y física; a la que nos vemos sometidas las mujeres embarazadas a la hora de querer abordar cualquier medio de transporte público y tomar asiento. Al comienzo del embarazo nos sentimos encinta, más no es físicamente evidente nuestro estado, menos aún si llevamos chaqueta o abrigo encima; simplemente aparentamos estar un poco pasadas de peso. Quizás por ello casi nadie nos ceda el puesto.
Al transcurrir las semanas, van apareciendo algunos síntomas de malestar físico, de cansancio acompañados de una sensación de desequilibrio al mantenernos de pie por largo rato. Esto es debido al nuevo peso que llevamos delante. Nos sentimos jóvenes, vitales y si estuviéramos sentadas en el metro, seguramente le cederíamos el puesto a una persona mayor que la necesitara, o a otra mujer con un niño en brazos. Aún así, nos sentimos más seguras y tranquilas sentadas; el metro, el bus y los trenes a menudo frenan bruscamente, lo cual nos produce temor a padecer alguna caída. A pesar de ello, nos incomoda pedirle a alguien que se levante y nos deje libre su asiento, o al menos así me sentía yo mientras esperaba a Sam.
En la mayoría de los sistemas de transporte público a nivel mundial existe puestos preferenciales, claramente distinguidos con un cartel que denota una mujer embarazada, otra con un niño en brazos, una persona con bastón y otra con muletas. Sin embargo, aún procurando siempre abordar el tren, metro o bus por la puerta más próxima a los asientos preferenciales, me encontraba con personas que no cumplían con estas características, sentados allí.
Más de una vez continué el trayecto de pie, frente a esos asientos, a pesar de tener que hacer recorridos de más de diez estaciones seguidas; por vergüenza a pedirle a alguien que se levantara a darme su puesto. Continué así hasta bien adentrados los siete meses. A pesar del miedo que sentía de caerme, me quedaba de pie, bien sujeta de un poste, con las piernas ligeramente abiertas y un poco flexionadas, para favorecer el equilibrio. Hasta que un buen día, me subí al metro como de costumbre, y me quedé de pie delante de los asientos preferenciales a esperar que alguno se desocupara espontáneamente. Un señor mayor estaba de pie a mi lado. Nadie le cedió el puesto a él tampoco. El señor bajó la vista y me miró la barriga. Enseguida le tocó el hombro a una chica de veintitantos años que estaba sentada leyendo, con audífonos puestos haciéndose la desentendida. La regañó cual abuelo autoritario a una niña que se había comportado mal. Era una extraña, la chica se levantó sin decir más. Le dí las gracias al señor, avergonzada y le comenté que él también debería sentarse, que era más seguro; y le comenté que era un poco indignante que nadie se pusiera de pie aún sabiendo que ocupaban sin razón un puesto reservado, y tener de paso que pedirles que lo hicieran. Él me respondió que no había que cuestionarse las cosas, sino simplemente pedir el puesto si nadie se levantaba, y continuó con el típico discurso de "...¿A dónde hemos llegado? Es que estos jóvenes de hoy en día..."
Desde ese día en adelante perdí la vergüenza de pedir mi asiento. Sentí que era mi derecho, y que era inutil enrollarme y esperar a que alguien hiciera un gesto, y correr un riesgo físico mientras esperaba por algo que probablemente no iba a suceder. De ahí en adelante, abordaba el metro por la puerta más cercana a los puestos reservados, me plantaba delante y decía en voz firme pero amable "Buenos días, ¿quién me permite sentarme, por favor?" Siempre alguna viejita me miraba refunfuñando preguntándose por qué era necesario caer en tener que decir estas cosas, pero siempre se levantaba alguien. Y siempre era una mujer.
Afortunadamente, a pesar del número de personas que cada día se interesa menos por el prójimo, existe otra tendencia creciente también, de volver a lo natural y respetuoso; particularmente en cuanto a crianza, ecología y trato ético y amable con los demás... Pongamos todos nuestro grano de arena para que nuestros hijos sean adultos más corteses mañana.
Si te ha pasado algo similar, o quieres comentar algo respecto al tema por favor no dudes en dejarlo en los comentarios...
Fotografía © Erik Isakson
Prueba de ello es la constante lucha interna, externa, y física; a la que nos vemos sometidas las mujeres embarazadas a la hora de querer abordar cualquier medio de transporte público y tomar asiento. Al comienzo del embarazo nos sentimos encinta, más no es físicamente evidente nuestro estado, menos aún si llevamos chaqueta o abrigo encima; simplemente aparentamos estar un poco pasadas de peso. Quizás por ello casi nadie nos ceda el puesto.
Al transcurrir las semanas, van apareciendo algunos síntomas de malestar físico, de cansancio acompañados de una sensación de desequilibrio al mantenernos de pie por largo rato. Esto es debido al nuevo peso que llevamos delante. Nos sentimos jóvenes, vitales y si estuviéramos sentadas en el metro, seguramente le cederíamos el puesto a una persona mayor que la necesitara, o a otra mujer con un niño en brazos. Aún así, nos sentimos más seguras y tranquilas sentadas; el metro, el bus y los trenes a menudo frenan bruscamente, lo cual nos produce temor a padecer alguna caída. A pesar de ello, nos incomoda pedirle a alguien que se levante y nos deje libre su asiento, o al menos así me sentía yo mientras esperaba a Sam.
En la mayoría de los sistemas de transporte público a nivel mundial existe puestos preferenciales, claramente distinguidos con un cartel que denota una mujer embarazada, otra con un niño en brazos, una persona con bastón y otra con muletas. Sin embargo, aún procurando siempre abordar el tren, metro o bus por la puerta más próxima a los asientos preferenciales, me encontraba con personas que no cumplían con estas características, sentados allí.
Más de una vez continué el trayecto de pie, frente a esos asientos, a pesar de tener que hacer recorridos de más de diez estaciones seguidas; por vergüenza a pedirle a alguien que se levantara a darme su puesto. Continué así hasta bien adentrados los siete meses. A pesar del miedo que sentía de caerme, me quedaba de pie, bien sujeta de un poste, con las piernas ligeramente abiertas y un poco flexionadas, para favorecer el equilibrio. Hasta que un buen día, me subí al metro como de costumbre, y me quedé de pie delante de los asientos preferenciales a esperar que alguno se desocupara espontáneamente. Un señor mayor estaba de pie a mi lado. Nadie le cedió el puesto a él tampoco. El señor bajó la vista y me miró la barriga. Enseguida le tocó el hombro a una chica de veintitantos años que estaba sentada leyendo, con audífonos puestos haciéndose la desentendida. La regañó cual abuelo autoritario a una niña que se había comportado mal. Era una extraña, la chica se levantó sin decir más. Le dí las gracias al señor, avergonzada y le comenté que él también debería sentarse, que era más seguro; y le comenté que era un poco indignante que nadie se pusiera de pie aún sabiendo que ocupaban sin razón un puesto reservado, y tener de paso que pedirles que lo hicieran. Él me respondió que no había que cuestionarse las cosas, sino simplemente pedir el puesto si nadie se levantaba, y continuó con el típico discurso de "...¿A dónde hemos llegado? Es que estos jóvenes de hoy en día..."
Desde ese día en adelante perdí la vergüenza de pedir mi asiento. Sentí que era mi derecho, y que era inutil enrollarme y esperar a que alguien hiciera un gesto, y correr un riesgo físico mientras esperaba por algo que probablemente no iba a suceder. De ahí en adelante, abordaba el metro por la puerta más cercana a los puestos reservados, me plantaba delante y decía en voz firme pero amable "Buenos días, ¿quién me permite sentarme, por favor?" Siempre alguna viejita me miraba refunfuñando preguntándose por qué era necesario caer en tener que decir estas cosas, pero siempre se levantaba alguien. Y siempre era una mujer.
Afortunadamente, a pesar del número de personas que cada día se interesa menos por el prójimo, existe otra tendencia creciente también, de volver a lo natural y respetuoso; particularmente en cuanto a crianza, ecología y trato ético y amable con los demás... Pongamos todos nuestro grano de arena para que nuestros hijos sean adultos más corteses mañana.
Si te ha pasado algo similar, o quieres comentar algo respecto al tema por favor no dudes en dejarlo en los comentarios...
Fotografía © Erik Isakson
Qué tema tan importante!! Creo que el problema es que en la actualidad cada quien va preocupado en sus propios asuntos sin ocuparse de los demás.
ResponderEliminarYo también viajé en transporte público y muchas veces sí me cedían el lugar, por lo general eran mujeres, como dices, y ahora me queda claro por qué: ellas sabían por lo que estaba pasando, ahora yo con gusto le cedo mi lugar a una embarazada o con niño en brazos, claro, si no voy con mi pequeño... y a veces algún muchacho me cedía el lugar, bueno, dije muchacho pero me refiero a algún hombre de 25 años o más... los hombres y mujeres más jóvenes, no... ellos van ocupados en sus asuntos.
En fin, ya me extendí en el comentario, pero estoy totalmente de acuerdo contigo en la importancia de ceder un poco frente a las personas que lo necesitan...
Saludos =D me encanta tu página
Guau, yo pensé ques estas cosas solo pasaban en mi país, vivo en Perú. Y pues si muchas veces pase por lo mismo viajar de pie con mi panza xq no me querían dar el asiento, curiosamente las que siempre ocupan el asiento reservado aquí son mujeres en sus 40s (muy sanas y llenas de vida) cuando les pedía el asiento al cual tenia deerecho me gritaban porque era menor q ellas (la panza para ellas no era suficiente). Lo mismo cuando hacia la cola en el supermercado, realmente la reflexión que me lleve estando en esa etapa es que si ellas como madres crían a las personas del mañana, con razón estamos como estamos. No es culpa de la juventud si no de nosotros como padres de enseñar valores ni empatía con el prójimo.
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